sábado, 15 de junio de 2013

Chicos hiperactivos: “Tenemos que acompañarlos en su magia”

Sissi Ciosescu / Especial para Clarín Mujer

Hijos hiperactivos

Alejandra (28), creía que su hija era una “inadaptada” hasta que hace dos años detectaron el síndrome. Paciencia y amor, los fundamentos del tratamiento.

Alejandra Trujillo (28) es la madre de dos chicos, Milagros, de nueve años y Tiago, de dos. Alejandra es una ama de casa común, se dedica a la crianza de sus hijos, pero con una responsabilidad ampliada, especial: Milagros es una chica que sobrelleva lo que popularmente la catalogaría de “hiperquinética” o, dicho con otras palabras, es una chica “hiperactiva”. Con rigor médico, el suyo es un caso de Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad. Si todos los padres están sujetos al mundo de sus hijos -disfrutan de sus logros y sufren sus problemas- en el caso Alejandra toda esto se torna más complejo.

En la fila de los malos

“El síndrome de Milagros se insinuó en el preescolar y se agudizó en primer grado”, le relató Alejandra a Mujer. Mili iba a un colegio católico, el mismo al que había ido ella. “Su conducta era una especie de terremoto: ‘Mili, ¡sentate! Mili, ¡quedate quieta!’ Cuando lograba sentarla empezaba a bailotear de pies y manos. No se podía controlar. Yo no sabía que existía el Trastorno de Atención con Hiperactividad. Todo lo que ella hacía se lo atribuíamos a que entonces era hija única, muy mimada. Cuando los otros chicos terminaban un trabajo ella apenas lo comenzaba, no leía, no escribía, le pegaba a sus compañeros y todo el tiempo estaba llamando la atención”, continuó.
Un día dividieron el grado en dos. De un lado quedaron “los buenos”, del otro, “los malos”. Y Mili fue la primera en la fila de los malos. “Yo me tengo que portar mal porque soy la primera de la fila de los malos", me dijo. Fue un estigma que costó un año de terapia sacárselo. En casa, durante la cena, era una lucha para que comiera sentada. Le inculqué la rutina de ir a la cama a las diez, diez y media. Pero eran las doce y Mili bailaba debajo de las sábanas, a oscuras, dando mil vueltas. Con mi marido le poníamos límites pero nos decían que no eran suficientes, nos decían que algo estábamos haciendo mal… Fue muy duro, porque vivíamos dedicados a ella”, recuerda.

Por fin, el diagnóstico

El comportamiento de Mili invadía todos los ámbitos. “Si la llevaba de compras, yo salía llorando: tocaba todo compulsivamente, tiraba las perchas al piso, corría entre las góndolas. Al final de primer grado la maestra me pidió que la llevara a un psicólogo, y por la obra social empezó terapia. A los seis meses, ya estaba cursando segundo grado con cuatro materias de primero que rindió bien. La psicóloga entonces habló del síndrome de TDAH y me dijo que había que consultar a un neurólogo. Me recomendaron uno, que le diagnosticó un retraso madurativo. No me quedé conforme, no sé, algo me decía que estaba equivocado. Busqué otro, y llegué al doctor Fernando Leiguarda, el neurólogo que tiene actualmente Milagros y que es un capo”, cuenta.
Leiguarda diagnosticó el TDAH. Ese día, Alejandra sintió un gran alivio y, al mismo tiempo, mucho miedo. No sabía cómo iba a encararlo porque es un trastorno que se sobrelleva de por vida. “Leiguarda me explicó que el tratamiento tenía que ser interdisciplinario, con neurólogo, psicólogo, pediatra, familia y escuela. Y esas cinco áreas tenían que trabajar combinadamente”, detalla.
Por Internet, Alejandra localizó a la Fundación TDAH (Trastorno de Atención con o sin Hiperquinesia), que podía ofrecer ese abordaje integral. “Ahí conocí a Titina Montefusco de Pergolini, la fundadora. De entrada, me dijo: ‘Quedate tranquila, yo tengo dos hijos con TDAH, te entiendo, sé de qué se trata’. Fue la primera vez que encontraba a alguien que comprendiera la situación”, comenta.
El neurólogo la medicó con atomocetina, una de las drogas más caras; cuesta 500 pesos y trae 28 comprimidos para un mes; la obra social no la cubre porque es un trastorno crónico, pero no está reconocido en el Programa Médico Obligatorio. Lo cierto es que la medicación le hizo muy bien porque “no la atontó, no la durmió, estaba más calmada y… ¡Prestaba atención! Nadie imagina lo que angustia a los padres recibir todo el tiempo notas de quejas en el cuaderno. Con la terapia y la medicación, Mili empezó a jugar de un juego por vez en la compu, mientras que antes le había contado hasta 46 ventanas de juegos abiertas al mismo tiempo. También se empezó a sentar a hacer la tarea. Era maravilloso. Pero la escuela no cooperaba como necesitábamos. Yo le mandaba a la maestra informes sobre el trastorno de Mili, ideas para que pudiera ayudarla, pero su respuesta era: ‘¡Tengo 40 pibes y no llego a terminar el programa!’. Yo no le pedía enseñanza individualizada sino un guiño, cierta complicidad, que intentara entrarle por el lado afectivo, porque eso vale mucho. Pero no, Mili se la pasaba en la dirección. Terminó segundo grado y mi hermano -también exalumno de esa escuela y profesor de historia- me preguntó por qué no pensaba en un colegio estatal”.
Encontrar el lugar
Esa pregunta de su hermano fue un disparador. Alejandra la inscribió en la escuela número 10 de Ezeiza, que queda a una cuadra de su casa. Actualmente Mili tiene amigos, va a los cumpleaños y juega en la casa de sus compañeros. En la escuela integra un grado con otros 22 chicos con problemas de aprendizaje, donde trabajan los mismos contenidos, pero con otro enfoque.
Cuando pasó a tercer grado, siempre haciendo terapia con Lilia -psicóloga de la Fundación- ya no estaba medicada. “Yo tenía miedo, me preguntaba cómo andaría sin las pastillas. Gracias a Dios funcionó: hace dos años que está sin medicación. Cuando llega de la escuela hace la tarea y estudia. Claro que tiene sus desatenciones, se cuelga, ¡pero cerró el trimestre todo con 8!”, se conmueve Alejandra.
La psicóloga de la Fundación le explicó que su hija tenía memoria visual. “Entonces empecé a hacerle carteles con goma Eva para que captara las tablas por color. Siempre, el secreto es encontrar un camino. Lo mismo hice cuando tuvo prueba de fotosíntesis. Me pasé toda la noche pintándole y dibujándole el proceso con colores y flechas. Para estudiar, la mesa tiene que estar limpia, sin ruido, sin tele, lápices y cuaderno. A las mamás con hijos como Mili, yo les digo: ármense de paciencia. El proceso depende de cada chico y del tratamiento, que no hay que abandonar. Tenemos que saber que es un sube y baja. A veces marcha, a veces se frena. Hay que juntar fuerza y no claudicar. Otra clave es la creatividad, estar atentas, observar a nuestros hijos para conocerlos más y mejor. Fijarse que los profesionales que lo atienden armen equipo y te informen. Tenemos que tener en cuenta que los nenes siempre buscan aprobación y necesitan muestras de cariño. Y a los docentes que no saben de TDAH, yo les pido que se informen. Y a los que saben, por eso, porque saben, que nos expliquen, que nos den una mano”, dice Alejandra con un énfasis que contagia las ganas de arremangarse y poner manos a la obra.
Sobre la Fundación TDAH
Fue creada por Titina Montefusco de Pergolini en 1989, en Ramos Mejía: “Tengo dos hijos con TDAH -ahora son adultos de 30 y 40 años- y cuando eran chicos yo estaba tan desesperada como desorientada; por eso decidí nuclear a los mejores especialistas para difundir y ayudar sobre el tema a padres y maestros", cuenta.
Una profesional de la fundación, Lilia Rosso, profesora en psicopedagogía, especialista en terapia cognitiva conductual, explica: “Es muy difícil comprender que el Trastorno de Atención con o sin Hiperactividad es una patología de base neurobiológica, una disfunción de los neurotransmisores y congénita. Lo fundamental es el diagnóstico temprano y un tratamiento multimodal y multidisciplinario”.

DÓNDE RECURRIR

* Fundación TDAH (Educar para cambiar atendiendo la diversidad)


No hay comentarios:

Publicar un comentario